Una semana, un día, una hora…conceptos temporales que se diluyen entre las paredes de un hospital o de una sala de urgencias. Los tiempos se miden en pruebas, análisis, nebulizaciones y, quizás más tarde, en comidas.
La vida social es intensa: desde las excursiones de pequeña no he vuelto a dormir en la misma habitación con un desconocido, compartiendo el espacio angosto con su familia y todas nuestras pequeñas miserias humanas.
He recuperado en una semana relación con cuatro amigos de la infancia que también acompañaban a sus padres, he visto amor a raudales, desesperación, profesionalidad, paciencia en la mayoría de los casos y, en algún médico, una distancia tan grande con el dolor ajeno que uno puede imaginar el suyo detrás de esas gafas.
Son tantas las cosas que querría contar y temo que se escapen de mi cabeza sin siquiera esbozarlas. El cansancio es enorme. Probablemente reparto lo que debiera dormir en una noche en tres o cuatro, asi que mis ojos y mi cabeza empiezan a ir lentos y pesados.
He vivido una relación con mi padre que hace años no tenía. Pero eso ya lo contaré.
He visto en qué nos convertimos con la enfermedad y la vejez y estoy segura de salir de aquí valorando mucho más mi cuerpo, dándole la importancia que se merece a esa espectacular máquina que cuesta mucho que deje de funcionar en realidad.
Esta realidad me hace sentirme cada vez más cerca de mi lado zen. Realmente solo existe el aquí y el ahora.
He cambiado mis carreras para llegar a todas partes, mis agendas interminables y mis tacones por un día sin más divisiones que la hora a la que pasa el médico de mi padre, todo lo demás puede esperar, y unos zapatos planos.
Continuaré contando, pero ahora duerme tranquilo y cada minuto precioso de sueño tengo que rescatarlo.
Se redescubre la esencia de la vida si uno se fija bien.