Doy gracias a la vida, que me ha dado tanto…
Paseaba el domingo por la playa. El viento soplaba fortísimo del mar y aunque mi idea era hacer algo de carrera me limité a caminar rápido, escuchar música y observar.
En la playa había poca gente: unos veteranos jugando al fútbol y unas cinco o seis personas más fue todo lo que me crucé en lso más de cuatro kilómetros de caminata. De hecho, a mi regreso, creí estar sola en al menos dos kilómetros de playa, pero no, un corredor más avezado que yo estaba bañándose en la repunta.
Tuve que ponerme la capucha de la sudadera y atármela fuerte. Las gafas de sol se llenaron de salitre que me hacía ver borroso.
Y mientras, sonando, Eric Clapton y BBKing, por ejemplo.
Todo esto lo cuento porque en el fondo, bajo esa capucha gris y con tan poca gente alrededor, me sentía aislada del mundanal ruido y, poco a poco, acunada por las olas, en paz.
Me descubrí a mi misma admirando la sobra grisácea de los pájaros en la arena dorada y echando de menos mi cámara-ves Luisa que los deberes que me pusiste en mi sesión de coaching de creatividad han servido para algo- o sintiendo cada granito de arena bajo mis pies.
La música me daba ganas de bailar.
Me paré a mitad de camino para hacer una pequeña meditación acunada por las olas. Si alguien me viera probablemente pensaría que estoy loca o soy una persona solitaria. Y no lo soy. Aunque reconozco disfrutar de la soledad y el silencio, me encanta la vida social.
Pero estos ratos de inmensa paz, el haber aprendido a disfrutar con una cantidad de pequeñas cosas que no dependen de mi, ni de nada que yo haga, son un regalo, están ahí para todos, me dan una riqueza y una serenidad indescriptibles. Si ya lo decía Bertrand Russell, «que tus intereses sean lo más amplios posibles».