Cuando empecé a trabajar él estaba allí desde unos cuarenta años antes. Miraba por la ventana, fumaba muchísimo y se lavaba las manos casi cada vez que tocaba el dinero.
Ignacio era el cajero. Uno de los últimos de una generación de hombres elegantes, hechos a sí mismos. Empezó a trabajar siendo un niño.
Cada vez que volvía de un viaje -algo muy frecuente en mis tres primeros años- iba a liquidar con él mis gastos. Siempre me recibía bien, con un «¿qué quieres, neniña?» y una sonrisa traviesa bailándole en los ojos. Yo le daba mis notas de gastos, él las sumaba y repasaba charlando conmigo. Después empezaba a sacar sobres de dinero con nombres diversos por fuera: «Estoy sin dinero, pero aquí tengo algo de otra cosa, …a ver si te puedo pagar…es que mira que juntas notas, ¿eh?, tienes que venir a verme más a menudo».
Me pagaba, se lavaba las manos y después sacaba el bote de crema de manos del cajón y me ofrecía.
A veces, yo iba a verle sólo por charlar un ratito con él, sobre todo cuando le cambiaron de lugar y le pusieron aislado en una entreplanta. Muchas mañana le recogíamos para tomar el café y la tapa de tortilla. Era un gran conversador.
Siento que el tabaco – mira que te reñíamos siempre, Iñaki – al final te haya jugado una mala pasada. No hubiéramos querido acertar esta vez.
Te recordaré siempre como estabas tu último día de trabajo, antes de jubilarte, dejando tu mesa limpia como hacías cada día. Aunque no, tu lugar era el viejo edificio, al lado de la ventana.
Nos vemos.