Hace muchos años que leí esa obra de Sartre. En francés, porque en aquel entonces me resultaba sencillo.
Aunque he olvidado casi todo, no he querido releerla porque he querido quedarme con lo que entonces me trasmitió y con las dudas que me generó.
El dilema que se plantea es si se puede hacer algo, cambiar algo, sin mancharse las manos. Y una vez que te las manchas, es realmente válido lo que haces? No eres ya como aquello que quieres cambiar?
Unas cuantas veces a lo largo de mi vida me he encontrado en ese dilema y creo que lo he resuelto siempre de la misma manera que no sé explicar ni generalizar para otros pero que me ha servido para mi misma: me he manchado las manos pero no el corazón. Es decir, he tratado de no pasarme al lado oscuro, de vivir en ese borde en el que tan cansado es mantenerse. He entendido de verdad lo que es vivir al límite.
También he comprendido que las manos pueden mancharse de colores.
Ponía el otro día un ejemplo a un amigo, de los que se pueden contar. Hace años despedí a varias personas de una misma empresa. Por principio, llevo mal despedir, dejar sin trabajo a personas que a lo mejor lo necesitan. Dudé mucho. Me habían enviado para evaluar la necesidad de cerrar la empresa. Yo sabía que no se iba a apoyar la continuidad. Vi que estas personas cobraban mucho, trabajaban poco y dirigían mal sus equipos. Y los despedí. El tiempo me ha dado la razón y más de treinta personas siguen teniendo empleo gracias a esos despidos de directivos. Pero no importa, verdad? Lo pasé realmente mal y durante un tiempo dudé de mi misma. Puede que parezca naïf a muchos, pero para mi significó tocar mis límites. Y, a veces, son difusos. Hace bien poco he vuelto a comprobarlo.
Cuento todo esto, porque creo que ya es el momento de releer «Las manos sucias» como pequeñísimo homenaje a un libro que tanto me ha impactado durante años.