Parece haber despertado el viejo debate que desarrolla Sartre en su excelente «Les mains sales» (uno de los libros que más me impactaron en mi adolescencia), aquello de que hay que ensuciarse las manos si se quiere cambiar algo.
Leo la acertadísima columna del sábado de Paco Sánchez en La Voz de Galicia y la de Carlos Caneiro -ayer en el mismo diario- muy emotiva. Ambas me gustan especialmente.
Sólo me gustaría hacer una anotación personal, de principios, los míos, que no pretendo que sean universales.
Dos premisas que no se deben olvidar después de lo que voy a escribir: jamás me he alegrado de una muerte, una enfermedad o una desgracia y no creo que ninguna persona tenga el más mínimo derecho a dejar sin vida a otra, y esto rige para todo el mundo.
Estoy radicalmente en contra de la pena de muerte, por principio, como se pude deducir de lo que he dicho hasta ahora. Los principos los tengo bien claros.
Pero…
si yo fuese Obama, seguramente hubiera tomado la misma decisión que él. Agradezco no tener que verme con esa responsabilidad. También creo que me hubiera entristecido tanto, me hubiera sentido tan mal conmigo misma, que no tendría muchas ganas de celebrar ni decir bravuconadas. Creo que deberían entender que no me quedó otro remedio, que no hay manera de hacer algo diferente pero que no me siento orgullosa de una decisión que va tan en contra de lo que mi corazón, mi alma, me ha dictado siempre.
La buena gente le hubiese entendido y, quizás, respetado. Para siempre además. Lástima que los políticos siempre piensen a corto plazo. Lástima que todos lo hagamos.