Anoche era la mejor para verlas, pero las nubes impidieron avistarlas. Esperemos que el tiempo mejore y esta semana se puedan ver.
La noche del sábado salía yo duchadita después de la tarde de sol, rezumando crema aftersun y dispuesta a bailar en el concierto de la playa con mis amigas de toda la vida y mi coche decidió empezar a hacer ruiditos raros. Como no es cosa de volver a las tantas y que me deje tirada, con mucho pesar tuve que cancelar mi plan (menos mal que siempre hay un alma caritativa solidaria que se acerca a cenar conmigo!). Bueno, a lo que iba. Que tuve que cambiar a modo «plancasero».
Ya entrada la noche y bien oscurecido, con todas las luces apagadas, con la casa tapándome justo el reflejo del alumbrado público, me estiré en una tumbona (con una sudadera puesta y una manta por encima) y estuve horas mirando el cielo.
Vi un par de estrellas fugaces. Una perfecta, que atravesó toda la bóveda en su carrera. Pero sobre todo, eso, tuve la sensación de vivir bajo una preciosa bóveda transparente y acristalada, alumbrada por una fuente inagotable de luz plateada que nos hace guiños. Me sentí pequeña bajo la inmensidad de un universo que, eso ya supongo que va en el estado de ánimo, me parecía una fiesta.
Escuché el silencio. Los minutos al final fueron horas. Y sólo se podía leer poesía.