
Llegamos a una hora en que ya hasta en verano se alargan las sombras y bajamos presurosos la cuesta pensando en parar poco rato, unas fotos y a Ferramulín, con los ojos aún llenos de colores de la Devesa da Rogueira.
Como un escuadrón, todos con sus cámaras se dispersaron por las casas abandonadas de la aldea. Un aldea recortada contra el monte, con los tejados de pizarra y el sonido del agua descendiendo.
Nos metimos entre las ortigas, comprobamos que no repirar cuando las tocas no siempre sirve…
Acababan de regresar a casa de un funeral, así que vienen arreglados. Sólo abren la casa algunos fines de semana y sobre todo en verano. Esperanza nos invita a un café. Mientras lo prepara trepamos por todas partes, corremos tras los gatos de la única casa habitada todo el año -una madre y sus dos hijos, que son ya unos rapaces- y bajamos la cuesta hasta la entrada de la cocina de Esperanza.
Entramos. Nos enseña la casa. Grande, pasillo largo y, al final, en la parte de atrás, un manantial con el agua más fresca que haya probado. Bebemos con gusto y volvemos a la mesa de la cocina a charlar y disfrutar del olor a café.
Nos cuenta que viven en Tuy. Que allí, en el Caurel, en Céramo, no hay quien pare, que se pasan muchas penurias. Nos habla del aislamiento del invierno, de los hijos que no quieren volver, de su infancia….El café riquísimo con el agua de la fuente.
Salimos y charlamos aún un buen rato. Siguen cayendo las sombras en un paisaje que no te cansas de mirar, en una paz que invita a quedarse, en unos colores que van volviéndose más tenues poco a poco.
Inolvidable. Menos mal que quedan las fotos. Vamos a Ferramulín. Pero esto es otra historia…
Qué texto tan bello! Nos quedan las fotos, el recuerdo de un lugar increíble, el calor de la hospitalidad de Esperanza y su marido, y algunas endorfinas que se resisten a metabolizarse y de las que ir tirando 🙂
Quedan las fotos y el cariño nuevo, que hay que proteger como un pequeño brote a base de recuerdos.